Sábado Santo, un día de silencio, de luto, de mucha reflexión; no un día de tristeza. Es un día de arrepentimiento, uno para reconocer que he actuado erróneamente al mal pensar, mal actuar, mal mirar; no es un día para perder el ánimo o la fuerza.
Cristo murió, es cierto, La profesión de fe lo exclama: bajó a los infiernos. Él, por amor, aceptó descender. Pero no se quedó en los infiernos, sino luchó, enfrentó al enemigo que nos tenía en su mano, y lo derrotó. Cristo tuvo la victoria y el triunfo. Y ésta es la reflexión que todo corazón humano debe atender. El Hijo de Dios, hecho hombre, uno Santo y perfecto, aceptó cargar con todo el peso de nuestros pecados, para que, por su infinito amor, nosotros no continuemos en las tinieblas de la debilidad, sino que, al aceptar que somos frágiles, nos mostremos ante Dios humildes y arrepentidos, y de su mano regresemos a la luz. Porque esa deuda al fallarle, ya la pagó Cristo Jesús, el Mesías único y verdadero.
Reflexiona, arrepiéntete, expresa a Dios cuánto deseas ser fiel para Él. Llora, lava tu tormento y termina sonriendo. Dios te conoce y así te ama, tal cual. Esta madrugada podrás comprobarlo al ya no encontrarlo en la tumba ni en la muerte, sino sobre ésta con su amor de pie por ti, por mí, por todos.
Meylen Hirasú G. M.
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